lunes, junio 25, 2007

Del dolor y la inmortalidad


Jorge “Rata” Rosemary se confiesa:
“Dependiendo de la gravedad del a lesión soy inmortal”

De pie de izq a derecha: Armandito Roa, Pancho Marconi, Ismaeilillo Araya, Ana Patricia, Pedro Lastra, Georgie Boy Cabrera, Diego, No sé, Miguel Serrano, el otro. Y arrodillados: Enrique Lafourcade y Rodrigo "Peluca" Bobadilla.




Un muchacho oscuro como el tango, se aparece todas las mañanas cojeando, izando una tímida sonrisa entre la arquitectura. A lo lejos se diría que es una sombra, pero su bigote y descuidada barba lo descubren y ya, un poco más cerca, se le escucha recitar un verso traducido improvisadamente del inglés: “¡Son solo cinco céntimos de pan!”.

Su obra diaria, me dice, “trabaja en el dolor: el dolor es el devenir”. En ese momento se rasca, mira desprevenido a una muchacha y agrega: “Desde que reí con Rimbaud, yo soy otro”. Le pregunto por el origen de su arte y sumando una mirada al vacío, se arrodilla y casi responde: “He sufrido, es cierto, pero desde que este dolor me aqueja las mujeres cada vez me sacan más a bailar”.

Rosemary se arregla la corbata, toce para adentro, respira y cambia de tema y lleva la conversación a su aparición televisiva de anoche: “¡Mi madre no puedo más! Pues la tele me hizo famoso”. Hasta llega a afirmar que mantiene un romance con la hija de la lavandera y, torpe, le lee a Dante hasta el anochecer, mientras ella piensa en el desayuno. Hecha una bocanada de frío, se despide con un gesto de inteligencia y grita a la distancia: “¡Dependiendo de la gravedad del a lesión soy inmortal!”.

lunes, junio 18, 2007

Dos presentaciones de Cecilia Casanova


Como vuelo de pájaros
Prólogo a la lectura efectuada en el Observatorio en julio de 2006
a raíz del seminario "Cuatro Mujeres en la poesía Chilena" dictado por Adriana Valdés


Una bandada alza el vuelo para cobijarse en la blanca superficie de una hoja. En esa pureza total, anterior a toda palabra, uno a uno van emprendiendo el viaje o posándose en desconocidos aleros. Sólo uno cobijado por la tibia mano de quien compondrá aquel primer trazo, la primera nota de aquella partitura, permanece con sus alas abiertas quizás por siempre en el poema. Los otros probablemente regresarán más tarde que temprano, tras correr una cortina, en un piar bajo la lluvia o tal vez en el recuerdo de una plaza italiana.



El poeta norteamericano Archivald Mcleish decía “un poema ha de ser, sin palabras/ como vuelo de pájaros”, y la poesía de Cecilia Casanova goza de esa levedad, de una condensación en la que el poema recogido sobre sí mismo, en su silenciarse, nos habla de esos instantes fugaces, de esos juegos del sol, que se estampan como una tarjeta postal en pequeños fragmentos de eternidad.



Y su poesía no escapa a su vida misma, esos instantes vividos o imaginarios, retratados a través del lenguaje del día a día, son -y no pueden sino serlo- medidas cucharadas de su esencia. Estando entre las cosas, entre la memoria y el duro oficio de observar, Cecilia ha logrado plasmar una poesía de una sencilla complejidad, de una engañosa brevedad que colma sin darnos cuenta los minutos que se deshojan de sus libros.



Pareciera que estar con ella, con sus cuadros, flotando en sus palabras no fuera más que otra composición, un poema en donde jarrones y sillas hablan, se reconocen y nos presentan esas imágenes que permanecen suspendidas en la memoria. Porque tras su lectura uno no puede quedar incólume ante la escena de una lobelia azul en un día nublado o la de una fuente que se adelanta a la pena, porque como ella dice “la poesía transfigura las cosas”, las desempolva, las abraza y las vuelve a posar sobre el calendario de nuestra rutina. Y no podemos sino ceder, como ella cedió una coma a Adolfo Couve o una corrección a Enrique Lihn, ante esa maravilla que es volver a habitar el mundo desde la palabra.



Y si se ha escrito y si se ha cincelado o como ella dice “pasado por cloro” el poema es porque la vida no es sino un gran álbum de fotografías, tras el cual, escondámonos o no, surge esa verdad inhóspita: “porque tenemos mucho que decir/ Callamos de una manera torpe”. Una torpeza que nos podemos permitir, porque entre la palabra y el hombre se abre esa herida de insuficiencia, esa herida que nos permite rozar la mano de otro, alcanzarlo, volver a ser esos niños que se sorprendían hasta por el mínimo gesto.












El honesto disimulo




Torquatto Acceto era un ciudadano normal en la Nápoles de 1641. Como la gran mayoría de los artistas de su tiempo puso sus virtudes creativas a disposición del poder, hecho que sin recelo en su época podía considerarse de “feliz”. Secretario del príncipe de la gran ciudad mediterránea, se dedicó a tiempo completo a la trascripción de actas y discursos. En el año señalado publica “Della dissimulazione onesta” (Del honesto disimulo”), un texto breve, de escritura contenida, extraño al intrincado estilo barroco, que no pretendía ser más que un tratado sobre el buen vivir, una exhortación a la prudencia desde los textos bíblicos. Desde su escritura y su gesto ante la vida siglos más tarde el escritor italiano Claudio Magris acertadamente diría: “Escribir es siempre transcribir (…) todo escritor transcribe un texto escondido e inaferrable, el libro indecible de la vida, las palabras grabadas en las cosas, en la nervadura de una hoja o la polvareda de los acontecimientos.[1]



La poesía de Cecilia Casanova pareciera susurrarnos aquella verdad desde su trazo contenido y vivo, un trazo que nos muestra en la efímera sucesión de situaciones, en las que pretendemos vislumbrar un trozo de ese secreto al que hemos sido arrojados. Se escribe por tanto para retocar los momentos, desde una mirada siempre atenta y sensible, que logra asimilar el mundo desde los estados del alma, que logra cumplir con esa anotación fugaz que es la vida, aquel cesto cargado de nostalgias y retratos. En sus palabras: “Ni el pájaro pese a sus alas/ puede volar/ más allá de lo escrito” (“Destino”) o en otra ocasión “Estamos de paso/ todo es prestado/ se lo debemos a El” (“Deudas”).



Poesía femenina que no nos podemos dar el gusto de clasificar únicamente como tal, pues la suya es de un lenguaje completamente propio, de un registro nuevo y sin precedentes inmediatos en la gran tradición poética chilena. Si podemos reconocer a lo largo de su obra caracteres que le sean propios y que comparta con sus contemporáneos y coterráneos, podremos señalar sin mayor dificultad el uso del verso libre en el seguimiento de una cadencia personalísima, de una habla coloquial, la condensación y la economía del lenguaje, concejo primerísimo de Ezra Pound al que pocos escritores posteriores al 50’ pudieron obviar. Se la ha comparado con Emily Dickinson, no obstante cabe la posibilidad de agregar otros nombres no menores de su tiempo como Anne Sexton, Elizabeth Bishop y Marianne Moore, o en su precisión con la poesía de Montale, Ungaretti, Desnos o Piccabia y más cercanamente al verso limpio y no menos intrincado de Alfonsina Storni. Pero más allá de estas consideraciones en el panorama nacional no podemos señalarla como una seguidora directa de Lihn o Teillier, sino como una voz propia que en su femineidad se presenta en un juego de secreto y apariencia, pero que finalmente llega a ser poesía, y en muchos momentos gran poesía, es decir, ese espacio inefable donde no valen mayormente los géneros.



Y si hemos de hallar una imagen indicada a su re-escritura y trascripción del mundo más allá de la del amanuense medieval o el escriba barroco, y contextualizándola, resultaría la comparación inevitable con la fotografía, y especialmente a la de André Kertesz, John Guttman o de la norteamericana Nancy Starrels. Pero como bien ha dicho el crítico Bruno Cuneo refiriéndose a su libro “Estación Termini”, su fotografía sería de una técnica antigua como la del atrezzo, no instantánea, sino resultante de una larga y cansadora exposición al tiempo[2]. Y más aún me gustaría incluir otra imagen, la del balcón que, a pesar de su constitución estética, de su estilo siempre adecuado al ser de un tiempo, gana por lo que no es, por el paisaje, por la apertura que este significa al espacio visual, de la mirada abierta a la inmensidad. La engañosa levedad de su escritura triunfa por su silencio, simpleza compleja, que Enrique Lihn ha señalado como “un lenguaje a la sordina” que no abusa de su sinceridad y que rehúsa la verborrea y la retórica excesiva[3].



Su obra, esgrimiendo ligeramente alguna de sus temáticas esenciales, la podríamos dividir en tres hilos conductores: la fugacidad, la hondura y la ausencia. La primera de estas se entiende como la desaparición inevitable de aquella razón (o sin razón) que nos dejó la esperanza suspendida, la nostalgia por la belleza que nos ofrece la vida (recordemos el poema “Desde el pentagrama del alumbrado” de “El sonido de las estrellas”), de la felicidad (por ejemplo “Hay días” de “De Acertijos y premoniciones”) y del amor (digamos “Despedida” de “Estación Termini” y “A vuelo de pájaros” de “Los invitados de tu memoria”). La hondura que deja el dolor de la pérdida tanto de quienes han sido nuestros compañeros de ruta (aunque nos podamos comunicar con ellos mediante lenguaje morse, como los poemas dedicados a Enrique Lihn) de uno mismo (“Oscuridad”) y de las cosas que nos rodearon (“Esplendor”). Por último, una ausencia sagrada, la falta de una trascendencia que a través de su obra va primeramente desde el escape total (“Totoral”) a la perduración de este en los instantes en que el ser comulga directamente con el mundo (“Mi misma”). Al mismo tiempo estas temáticas, como ha apuntado Cuneo, se resuelven entre dos movimientos “la levitación deseada y la privación padecida”[4], que en otras palabras podríamos definir como el deseo arraigado de ser eso otro de lo que ese habla, de ser la cosa señalada, ya sea el pájaro y su vuelo o la flor que aún después de muerta perdura en su belleza; ya también la privación y la contención máxima del discurso poético, hasta el silenciarse a sí mismo, mostrándose siempre reprimido u observando a escondidas el mundo desde detrás de una ventana, una puerta, desde un espacio cerrado o delimitado por fronteras visuales como el jardín, una fuente de soda o la presencia permanente de la lluvia que Baudelaire comparaba a una basta prisión de húmedos barrotes.



Parafraseando al poeta inglés Hugo Williams podríamos decir que gran parte de la gente ha escrito alguna vez un poema, o quizás diez, el poeta en cambio es aquel que nunca se detuvo y que se dedicó por toda su vida a reescribir esos diez primeros poemas que lo acompañaron en su juventud[5]. Creo que este es un buen parámetro para reconocer a un gran poeta, para dar ciertos atisbos de su temática, influencias y dialogar con la energía vital que irradia desde su obra. Cecilia Casanova ha logrado transcribir fidedigna y personalmente aquella acta infinita, que por descuido se guarda en los baúles del Tiempo; ha logrado a su manera validar la no desdeñable afirmación homérica: “cual es la vida de las hojas, tal es la de los hombres”.









[1] Magris, Claudio “Utopia y desencanto”, Anagrama, Barcelona, 2004. Pág. 119.
[2] Cuneo, Bruno “Estación termini”, El Mercurio, Revista de Libros, 26 de agosto 2004.
[3] Lihn, Enrique “Prólogo”, Editorial Nascimento, Santiago, 1975.
[4] Cuneo, Bruno “Cecilia Casanova, Mi misma”, El mercurio, Revista de Libros, 2001.
[5] Williams, Hugo “Rimes of passion”, The Observer, Domingo 26 de marzo de 2006. [http://observer.guardian.co.uk/magazine/story/0,,1738877,00.html]

A 40 años de Sgt. Pepper’s





Más allá de haber sido declarado el “Año del turista” por las Naciones Unidas, 1967 pasaría a la frágil memoria colectiva como uno de los más importantes del siglo XX. Para ese entonces el mundo demostraba síntomas de plena locura, bastaba con un solo botón para volar el planeta en pedazos y las potencias mundiales preparaban sus primeros juguetes espaciales.




Un grupo de cuatro muchachos de Liverpool, ya conocidos como The Beatles, arremetían en medio del ruido y la furia con uno los discos más insolentes de la historia de la música. “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” parecía en su título otra broma de estos melenudos, sin embargo sobrepasaba la expectativa media de su reconocida popularidad.




Y es que este disco fijó para una generación, y más aún para la civilización occidental, uno de los momentos claves en el despliegue artístico. Nunca antes una propuesta estética había logrado ser tan masiva, nunca la juventud de todos los rincones del planeta había propuesto una flor antes que otra revolución armada. The Beatles y todo el séquito de los ‘60 se convertirían en el último monumento del arte a favor de un cambio total, de ofrecer la palabra “amor” ante las maquinarias estatales y los reclutamientos políticos, y de esta manera se presentaban como una respuesta utópica a todo el acontecer y al cansancio de una época.




Pero en ese momento ni Ringo Starr consideró que este disco se iba a convertir en algo memorable, ni George Martin –su productor- midió las consecuencias del largo trabajo en el estudio de grabación Abbey Road, y hasta John Lennon llegó a temer de la crítica y de la fidelidad de sus seguidores tras la experimentación sónica que abría la función del Sargento.




Fue obra de Paul McCartney el nombre del disco, ocurrencia que se suscitó en medio de un viaje en avión. Habían decidido utilizar un heterónimo que los desligara de su identidad ya conquistada, querían ser parte de una banda de bronces, como esas que aún suenan en ciertos pueblos, tener la completa libertad de crear. El disco se configuró como un solo espectáculo con un sonido semejante al directo, cosa que contradecía e ironizaba su bajada de los escenarios tras la gira de su anterior producción “Revolver”.






Canción a canción un circo armonías se iba montando y un desfile nunca visto de instrumentos acompañaban cada uno de los coros. Sgt. Pepper dirigía con su batuta el primer disco conceptual, no había separación entre una sinfonía y otra, todo funcionaba como una novela, un gran relato narrado por un cuarteto fundido en un solo acorde.




No está de más decir que este fue el instante álgido de la banda, no sólo anímicamente. George Harrison dio cátedra del uso de la guitarra eléctrica y de la cítara, basta con escuchar “Within you, without you” y aquel maravilloso solo en 5/4 acompañado de una excelente banda hindú. Lennon creó algunas de las letras más tarareadas de todos los tiempos, “Lucy in the Sky with Daimonds” es ejemplo de ello, una maravilla compositiva –junto con un órgano Lowry y una tambuora, o laud hindú- con versos extraídos de “Alicia en el País de las maravillas” de Lewis Carroll, y con imágenes que hubieran sido del gozo de nuestro poeta Vicente Huidobro. Paul McCartney, utilizando una técnica escritural ocupada por los poetas surrealistas, arranca frases del periódico “Daily Mirror” y cincela la balada más considerable de todos los tiempos, “She’s leaving home” es un lujo creativo para todo quien se haga llamar músico o que se considere una persona sensible. Ringo Star por su parte fue el acompañamiento fundamental y aglutinador de la banda, fue quien los mantuvo juntos, y quien nos brindó una serie de ritmos extraídos del be-bop jazz, del swing, del blues, de la percusión oriental y de la música de cámara.




Todo el Sgt. Pepper es este circo delirante cuya música de fondo son los cuatro enmascarados Beatles y cuyas estrellas parecen ser la disímil tarima de rostros que posan en la portada del LP. Peter Blake tardó tan sólo tres semanas en elaborarla, en seguir cada una las proposiciones de Lennon y McCartney de realizar un tributo a aquellos que consideraban sus héroes. Entre ellos varios literatos como Edgard Allan Poe –un conocido de Lennon en “I’m the walrus”-, el gran Dylan Thomas, el icono anárquico William Borrough –idolatrado por un sin número de bandas hasta Nirvana en los años ‘90-, el extravagante Oscar Wilde, Horson Wells, el poeta Stephen Crane y un Aldous Huxley que pareciera reflotar en las letras más críticas de Lennon. De a poco esta mítica portada se convirtió en la primera en llevar las letras de las canciones, invitando así al público a participar de la colorida fauna del Sgt. Pepper.




Y es que la vara había quedado alta. Un año antes hacía su aparición “Freak out” de Frank Zappa, un disco que alucinó al cuarteto. También meses antes Jim Morrison y The Doors lanzaban su primer álbum, el cual revolucionaría la manera de tocar teclado y de escribir letras…por primera vez en la cultura popular erigida por el rock, estas obtenían el grado de poemas. Pero el impulso más significativo fue “Pet Sounds” de los Beach Boys, el que se convirtió en uno de los discos favoritos de McCartney y en toda una odisea tecnológica. Para superar esto, la banda se encerró durante 700 horas, gastando más de 75 mil dólares en su producción, convirtiendo Abbey Road en el centro de la psicodélica, la experimentación y en la fábrica oficial de humo de marihuana de todo Londres.




El resultado fueron 178 semanas posicionado entre los discos más vendidos de aquel año. The Beatles dejaban –gracias a los concejos de Bob Dylan- de ser la banda de “chica yo te amo” para ser una apuesta artística de alto nivel. En pocas semanas se convirtieron en clásicos, y tras su salida cambió la forma de escuchar rock…y música en general. Un álbum con una canción como “A day in a life” no podía pasar desapercibido, donde la utilización de técnicas propias del cine –como el flash back- eran puestas en uso en una canción mitad rock mitad música sinfónica, mitad Lennon mitad McCartney.




Y es extraño pensarlo. El paso del “Revolver” a “A day in a life” en menos de un año es inquietante, y aún más controversial es darse cuenta que esta canción no ha podido ser técnicamente superada. A pesar de aquello, anclarían ese mismo año de 1967 el primer disco de Pink Floyd “The piper at the gates of dawn”, “Are you Experience?” el debut de Jimmy Hendrix y el “Fresh Cream” de Cream con un inmortal Eric Clapton en la guitarra…todos estos discos influenciados por el sonido y la rebelión pepperiana. Velvet Underground patearía la beatlemanía con su “Andy Warhol”, alabado tiempo después por Sex Pistols y Sonic Youth. Pero aunque quisiéramos desbaratar la trascendencia de los Beatles caeríamos en un imposible, porque ya toda una generación los tenía en la sangre, sus linfocitos bailaban a su ritmo, David Bowie con “Ziggy Stardust”, Elton John con su “Yellow Break Road” y hasta nuestros Jaivas con “Las alturas de Machu Pichu” habían bebido de su genialidad.




La leyenda dice que ese mismo año murió Violeta Parra, que un tiempo después la ciudad de Paris sería testigo de la más grande revolución estudiantil, que Vietnam continuaría siendo la masacre del colonialismo tardío, que Magritte dejaría su pincel y el Che Guevara su fusil. Y también sabemos que los clavicordios y violonchelos de Sgt. Pepper y sus innumerables pruebas de micrófonos, encendieron el “Verano de las flores” y que los riesgos tomados no fueron en vano. 1967 se convirtió en un viaje místico a las profundidades del inconciente, en una buena excusa para sacudir las caderas y dejarse un buen bigote. Y aunque jamás saldríamos con las coloridas vestimentas de los Beatles a la calle, John, George, Paul y Ringo lograron cumplir con el misterio de reunir hoy a cuatro generaciones en la eterna infancia del circo.

El saber y la risa


“El saber y la risa se confunden”.
Nicanor Parra.

Mi forma de bromear es decir la verdad. Es la broma más divertida”.
Woody Allen




Es paradójico que uno de los libros más aburridos de la historia de la humanidad lleve por título “La risa”. Su autor es el conocido filósofo Henri Bergson -Premio Nóbel en 1921-, uno de los más grandes pensadores de la problemática del “tiempo” y escultor de una de las calvas más prominentes de nuestros siglo. De todas formas su libro no es del todo despreciable, como todo tratado nos otorga una que otra clave para abrirnos al tema estudiado y más aún acerca de esta sensación tan alejada de la seriedad. En él nos dice –en una línea digna de citar y que es muy prudente a la hora de comenzar un ensayo- que: “Fuera de lo que es propiamente humano, no hay nada cómico”.




“Tonterías” dirán algunos, pero esto queridos lectores, es un golpe iracundo sobre los pupitres. Y es que todo lo que nos parece gracioso es constitutivo de nuestro ser y es proyección de nuestra propia humanidad: cuando vemos a un perro en una situación cómica nos reímos por lo cercana de su actitud a la nuestra y también cuando una fruta esboza una pronunciada protuberancia nos divertimos al compararla con alguna parte de nuestro cuerpo; cuando vamos al circo no vamos más que a ver a animales imitando gestos y conductas humanas. Ya se nos ha descrito como “animal que ríe” y sin duda nos caracterizamos por ese asomo de dentadura y esa reacción cercana a la asfixia.




Hoy sabemos –y este dato que no sólo es una buena excusa- que reírse al menos un minuto diario equivale a 45 minutos de ejercicio físico, y que su práctica es muy sana por las vibraciones que produce en nuestro cuerpo y por la liberación de toxinas y hormonas relacionadas al stress. Pero fuera de esta comprobación científica, tan atingente para la creación de una nueva medicina y complementar tantas artes tristes, ¿qué nos produce risa? ¿qué es eso propiamente humano que define lo cómico?




El humor, como las mujeres, siempre nos exigirá aceptar cosas que finalmente terminan siendo imperceptibles gracias a la costumbre. Cuando alguien nos cuenta un chiste nos predisponemos a un ambiente de sorpresa, pero ante todo de aceptar el relato sin mediación de la emoción. Simplemente nos reímos aunque sea la historia más cruel jamás contada; nunca sentiremos compasión por aquel niñito que se calló a un pozo ni pena por aquel mimo que simula ahorcarse. Es decir, la primera condición de la risa es aceptar su discurso contra viento y marea.




Reírse es por tanto sacudirse de los valores de la vida y jugar por un momento con algo que puede parecer tan serio como la muerte. El humor transgrede todas las barreras culturales al hincar su diente en lo más puro y respetable, en el tabú y lo extremadamente jerárquico. El humor, es por tanto, una sabiduría que nos contacta con lo más esencial de nosotros mismos, que nos pide una pizca de razón y de exageración, que nos llama a desnudar lo cotidiano. El humor nos pide que nos sinceremos, que volvamos a caer en la cuenta de que somos mortales, de que todo perece, de que todo por un momento puede ser un completo absurdo. Nos llama a no preocuparnos de las nimiedades sino a reconocer nuestro tiempo como criaturas que mueren, que aman, que se visten.




Todo es tópico de risa y de eso no hay que extrañarse, sino celebrar, pues toda gran construcción ideal o física es anulada por un par de palabras graciosas. Y es que la humanidad posee esa arma altamente eficaz –como diría Mark Twain- que le permite arremeter contra las convicciones de la política, las certidumbres de la religión, las categorías de la filosofía y los desmayos de la poesía. Ella es verdad en cuanto que es 100% humana y en tanto que es un discurso donde lo humano se devela y aparece debajo de las apariencias de la civilización y sus creencias.




Ante lo terrible el hombre ríe y quizás Nietzsche tenía razón al decir que el hombre se ha visto obligado a crear la risa para sobrevivir. Es por esto que no deja de ser necesario a todo tiempo un gran comediante que nos dejé en calzoncillos a mitad de la existencia, ya sea un Anónimo, un Aristófanes, un Plauto, un Shakespeare o un Woody Allen que nos muestre enfrentados al ridículo de ser quienes somos o quienes pretendemos ser. Alguien que nos baje del Olimpo, que nos tome de la corbata y que nos comunique cuerpo y alma en el ejercicio de la risa.



Prufrock y otras observaciones



Acercamientos a Prufrock y otras observaciones
de T.S. Eliot


Por Diego Alfaro Palma
A Bruno Cuneo





Quienes parecen morir están viviendo
Emerson






Entrar en un poema es entrar en la vida de muchos hombres, es oír las voces de muchos al son de la pluma de uno. Detrás de cada palabra, de cada verso hay una tradición que clama una nueva respuesta, un lenguaje que desdibuja lo individual para transformarse en historia. Ningún gran poeta es inocente, cada uno se enlista en la tropa de uno u otro antecesor para volver a decir, para volver a dar cuenta de la existencia.



Entrar en la poesía de T.S. Eliot es hacerse paso entre una serie de anaqueles y galerías de citas que invitan al lector al espacio mismo y esencial de la poesía: el diálogo. Ya desde su conocida obra “La Tierra Baldía” a sus primeros trabajos, el continuo desenlace de la poética del collage llevará por primera premisa la de dejar hablar al pasado para explicar el presente, específicamente para nombrar la vivencia inexplicable de la modernidad.



No es mi intención al abordar las citas o referencias en dos poemas de “Prufrock y otras observaciones” la de realizar a través de una cirugía una orgía de sangre sino al contrario, hacer patente desde este análisis la construcción de una melodía constituida por diferentes instrumentos y por un coro único que anima y significa al mismo poema. Esta es una lectura desde lo que suscita el poema como superficie, y desde la conversación que en su interior se desata.



Comenzado en 1909 y publicado como plaquette finalmente en 1917 gracias al impulso dado por Ezra Pound, Prufrock puede ser considerada como la más lograda máscara de Eliot. Este recurso de despersonalización (que a la vez nutre al sujeto lírico de una voz más universal y depurada) es una clara influencia de sus lecturas de Robert Browning y específicamente de la figura del Pierrot de Jules Laforgue, influencia esta última que se denota en el tono irónico en que se desdibujan las siguientes observaciones. Este Prufrock, marcadamente señalado en “La Canción de Amor”, es la arquetípica figura del anciano burgués impedido por su propia indecisión, que ha entregado toda su existencia al cumplimiento de una tarea que lo ha anulado hasta convertirlo en un individuo chato y reprimido, en “uno que sirve para hacer bulto en una comitiva”; que cree haber experimentado y conocido todo, y que ha medido su vida con cucharitas de café. Sin embargo este tedio y la condición patética de su existencia no le impiden hacerse, como Hamlet, la gran pregunta: “¿Me atrevo a comer un durazno?”. Esta divagación entre el ser y el no ser, entre el “¿me atrevo?” y sus consecutivas sospechas sobre el lenguaje, parecen ser el temple inicial que enmarca la obra y que de a poco va diluyéndose en la desaparición de Prufrock y la entrada a las narraciones y situaciones urbanas en las que nos sumerge Eliot.



La utilización de distintos registros, como tanto se ha dicho, alude a la necesidad de asir una época conflictiva, a una crisis de la cultura Europea que la encamina hacia la experiencia de dos guerras mundiales; y más aún de invitar a los muertos a cantar la desgracia de un tiempo asolado por la perdida de lo trascendente en sustitución de nuevos valores económicos y políticos, donde el mismo poeta no tiene cabida. Es en esta experiencia, de lo nuevo, de la novedad (técnica o ideológica) que siempre se quiebra a sí misma, en la que Eliot invita a la gran tradición a tomar parte –quizás a la hora del té- de esta seguidilla de fotografías que animarán posteriormente a la formación de la estética continuada en sus próximas obras.



Como nos dice Roland Barthes el texto “es un espacio de múltiples dimensiones en la que concuerdan y se contrastan diversas escrituras”, en la que se enlaza y entreteje el vasto tejido de la cultura. A partir de aquí, conociendo o creyendo suponer mis limitaciones, argüiré dentro de estos dos poemas a cuatro de las influencias más claras e identificables y los tópicos de los que se sirve Eliot para dar cuenta del drama de su época, como lo son la de Dante Alighieri y la visión del Infierno, Charles Baudelaire y la técnica alegórica, el temple irónico de Jules Laforgue y Henri Bergson y la poética simultaneista.





I



Tras la dedicatoria de Prufrock y otras observaciones, nos hallamos de frente a la inscripción de entrada al poema; un epígrafe de Dante de Purgatorio XXI, parece advertirnos la clase de escenas de las que seremos testigos, y la clase de narrador de estas.

Ahora puedes la magnitud
Comprender del amor que por ti me enciende,
Cuando olvido nuestra vanidad
Tratando las sombras como cosa sólida.


Estas son las palabras de Estacio, poeta latino que vivió entre los años 45 al 96 d.c. y cuya alma lleva más de 500 años en espera de purificación para la entrada al Paraíso. Este poeta hoy olvidado, admirador de Virgilio, al reconocerlo eleva estas palabras, como forma de reverencia y agradecimiento pues ha sido salvado al reconocer en la Bucólica Cuarta la venida de un salvador[1]. Al mismo tiempo Estacio ha compuesto a partir de la Eneida dos obras, la “Tebaida” y la “Aquileida” (inconclusa). Sin duda lo que pretende Eliot con esta cita es abrir los poemas de Prufrock con una canción de amor y admiración ante ni más ni menos que a Virgilio, quien será el guía del último poema La Figlia Che Piange y ante el cual, al igual que Estacio, se inclina como un poeta menor.



El hablante de estos poemas es presentado como un poeta prudente, uno que espera su tiempo, que quizás en lo inmediato su nombre no tendrá mayor trascendencia en la historia que aparecer en las guías telefónicas. Eliot está ironizando a la figura del ego transfigurador de la realidad del poeta romántico, contraponiéndola con la humildad del desconocido, pero que al fin y al cabo posee el “título que más dura y más honra”.



Una nueva intervención de Dante aparece en La canción de amor de J.Alfred Prufrock. Esta vez es de Infierno XXVII y el comienzo de la confesión de Guido Montefeltro, condenado en el octavo foso por mal concejo junto con Ulises y Diómedes al castigo de ser verdaderas llamas humanas. Esta intervención no es inocente, la confesión de Prufrock al comienzo del poema es “Vamos entonces, tú y yo”, es decir, un concejo. Proposición de entrada al infierno urbano de Londres al cual también será invitado Baudelaire a comparecer, y en el que Dante da una clave excepcional, una imagen que se repetirá también en la Tierra Baldía, y que es la de la multitud caminando en círculos cual condenados:


tal percibí yo el movimiento de las llamas en el interior del foso, pues ninguna se traslucía lo que ocultaba, y cada cual llevaba en su seno, el alma de un pecador.
Estaba yo en el puente de pie, pero tan inclinado para ver mejor que, a no haber tenido a mano un peñasco en que apoyarme, hubiera caído al foso sin más impulso

Infierno XXVI


Sin embargo, a pesar de lo populosos de ambos infiernos, el de Eliot se caracteriza por el hecho de no poseer jerarquías; en él los condenados se arrastran todos por el mismo foso, visión terrorífica de la ciudad, de su uniformidad en la que la medida está dada por la rentabilidad de los individuos en el desarrollo de sus labores burocráticas. Una masa desconocida que desde la evolución histórica de la dualidad urbanidad-ruralidad, ha optado por arrimarse a los límites de la “esperanza” citadina para fundirse en lo invisible y lo concreto, en una canción vulgar con olor a jacintos y aburridas calles medio abandonadas.






II



Palacios nuevos, andamios, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí se convierte en alegoría…”


Charles Baudelaire, El Cisne, II







La técnica de descripción del paisaje urbano es uno de los aspectos más notablemente logrados a partir de la lectura de Charles Baudelaire. La inclusión de la alegoría, como veremos, es el medio que resultó más efectivo para Eliot al momento de dar cuenta de los tediosos espacios que en los poemas se recrean.



Como nos dice Pierre Bourdie “nadie vislumbró mejor que Baudelaire el vínculo entre las transformaciones de la economía y la sociedad y las transformaciones de la vida artística y literaria”[2], intuición e intelección que no fueron ajenas en Eliot en el intento de dar cuenta de los nuevos cambios que se avecinaban. Así el uso de la técnica de la alegoría no sólo nutrió el espectro de imágenes y el temple emocional, sino que también nutrió de una desubjetivización que le fue tan cara al insertarse en la máscara de Prufrock.



La alegoría fue uno de los procedimientos adoptados por Baudelaire de la poesía medieval, y que fue tan despreciado por la subjetividad cultivada por los románticos. Esta intenta la personificación de emociones mediante una materialización de los conceptos, es decir, liga los estados del alma, al mundo interior en correspondencia con los paisajes externos, con lo cual Baudelaire logró identificar el fantasmagórico paisaje parisino del siglo XIX con su desencanto y hastío ante la vivencia de un verdadero infierno. Así se logra una desjerarquización de la realidad, “romper el acorde entre interioridad y mundo, y hacer aparecer los poderes del inconciente frente al sujeto autónomo”[3]; una nueva entrada al mundo de lo abstracto, del spleen, de esa languidez inexplicable que asota al espíritu, donde el mundo ya no puede ser comprendido como naturaleza.



El juego de La canción de amor… con los Paisajes Parisienses es inevitable, y es allí donde encontramos referencias directas, casi paráfrasis y un diálogo en el que Eliot pareciera responder a la impresión que el infernal paisaje urbano ha dejado en Baudelaire. Un poema como “Los Siete Viejos” parece hermanarse, y más aún, imponerse con un paternalismo que se interna a la vez en los pasajes más alegóricos del inglés:

Cuando el atardecer se extiende contra el cielo
Como un paciente anestesiado sobre una mesa;

Calles que siguen como una aburrida discusión
Con intención insidiosa
De llevarnos a una pregunta abrumadora…

¡Y la tarde, el anochecer, duerme tan pacíficamente!
Alisada por largos dedos,
Dormida…cansada…o se hace la enferma,
Extendida en el suelo, aquí junto a ti y a mí.


Y Baudelaire:

¡Hormigueante ciudad, llena de sueños,
Donde el espectro en pleno día atrapa el transeúnte!



Por otro lado no es extraño que estos dos poemas sean de caminantes; “Los Siete Viejos” está dedicado a Víctor Hugo, insigne caminante meditabundo que en los albores de su poesía aconsejó a la nueva camada a no inmiscuirse en las profundidades del abismo del alma[4], ante ese recoveco que ofrecía el misterio de la correspondencia entre ideal y cosmos, del mundo como una gran metáfora simbólica y ante la cual caían vencidos Nerval, Nodier, Baudelaire y los simbolistas. El cuadro ilustrativo de esa realidad histórica se conjuga perfectamente con los poemas “El Sol” y “Paisaje”, siendo este último el prototipo del Londres del siglo XX y de la figura voyerista de un Prufrock agotado y envejecido observando el barullo de las gentes desde su alta ventana, contra la cual se frota la niebla y el humo de las chimeneas industriales; aquí la conexión con los “Siete viejos” es más directa y textual:

…Una bruma sucia y amarilla inundaba todo el espacio

…La niebla amarilla que se restriega el lomo en los cristales de las ventanas,
El humo amarillo que se restriega el hocico en los cristales de las ventanas


“The yellow fog” y “The yellow smoke” son dos de las visiones en las que Eliot, como dice Bruno Cuneo, logra “vincular ese temple funesto con el panorama fantasmagórico o irreal de la metrópolis londinense”[5] a la cual el mismo Baudelaire da la espalda[6], y que Prufrock habita sin llegar a la repulsión.



Claro es que la acentuación de caracteres y ridiculización del sujeto burgués por Eliot es una propuesta irónica para mostrar de forma más descarnada los años anteriores a la Primera Guerra. La pregunta “¿me atrevo a molestar al universo?” es una respuesta contra el viejo de Baudelaire “hostil al universo más bien indiferente”. Viejos harapientos que han renegado al cosmos y al que son ajenos, escindidos de su trascendencia y al que Prufrock ve como una posibilidad lejana, como un descubrimiento al que no alcanzan las reflexiones y que queda en absurdas postergaciones: “Y claro que habrá un tiempo (…) habrá tiempo, habrá tiempo (…) tiempo para ti y tiempo para mí, y tiempo aún para cien indecisiones, y para cien visiones y revisiones, antes de tomar té con tostadas.” La mediocridad del hablante y su patetismo inclina la indecisión frente a lo esencial, en una postergación eterna en preferencia de lo simple, del té, del trabajo, de lo material, que lo lleva a responderse “Y habría valido la pena, después de todo (…) descabezar de un mordisco el asunto con una sonrisa, apretar el universo en una bola echándolo a rodar hacia alguna pregunta abrumadora.”



Prufrock es ya un sujeto ambientado al devenir de la ciudad, conoce sus jardincillos, las voces que mueren en una caída agonizante, los brazos, los ojos que miran fijos en un expresión formulada. Baudelaire espantado nos dice “…regresé, cerré la puerta, horrorizado”, y Eliot de un súbito concluye: “y en resumen tuve miedo.” Espantados ambos ante la creación del hombre y sus consecuencias, frente a ese desierto que avanza a alta velocidad en consecutivos quiebres, y que como nos dice Jünger se manifiesta en dos miedos: “en el espanto ante el vacío interior” y “el ataque de fuera hacia dentro del poderoso mundo a la vez demoníaco y automatizado”. Proceso que señala al francés como la antesala y al inglés como la apertura a un tiempo que nos es próximo y contingente.



Al final el anciano Prufrock enfrentado a sus palabras, sin mástiles, en una mar monstruosa y sin orillas, escucha a las sirenas cantándose las unas a las otras, y aferrándose a la llama de Ulises, que revive el mal concejo dado a sus marineros, observa como el poema termina por desaparecer bajo las aguas:

Nos hemos demorado en las cámaras del mar
Junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
Hasta que nos despierten voces humanas y nos ahoguemos.

¿No es esta la confesión de Ulises en Infierno XXVI?






III




El espíritu de “Retrato de una dama” pareciera estar contenido en los siguientes versos:

Al citarse con una mujer
Fingen un tercero,
Confunden el ayer con un mañana
¡Y con el toda el alma piden…Nada!

Esta es la tercera parte del poema de largo aliento Pierrot de Jules Laforgue, poeta que influenció fuertemente la primera etapa de Eliot, cuya métrica (vers libre) y efecto irónico marcarían el tono de ambos poemas en consideración y todo el Prufrock y otras observaciones. Es así como Eliot indiscriminadamente alude incontables veces a la poesía del triste payaso francés[7].



Octavio Paz en sus célebres ensayos “El arco y la lira” y “Los hijos del limo” define a la ironía como uno de los síntomas propios del arte moderno, que consiste en la paradoja intelectual de “insertar dentro del orden de la objetividad la negación de la subjetividad”[8], revelando la dualidad de lo que nos parecía ser uno, dando así una respuesta a lo absurdo desde la predilección por lo grotesco, lo horrible, lo extraño: la fusión entre risa y llanto. La ironía moderna busca dar cuenta del vacío de sentido o de la extrema y falsa solemnidad de los grandes discursos, negándolos o presentándolos desde su mismo absurdo, desnudándolos e insertándolos desde la angustia, desde la finitud humana, “dejando caer en la plenitud del ser, una gota de nada”. Una respuesta al abismo impone lo intrascendente.
Desde esta creación y destrucción, Laforgue plantea su máscara del Pierrot, personaje nihilista y desencantado, para asir la inspiración del vacío, al decir de Nietszche. El mismo Laforgue la define como la estrangulación y sepultamiento de lo delicado bajo la arena de la grosería y la exageración. Desde aquí ya podemos ir visualizando la figura de Prufrock y la del personaje masculino en “Retrato de una dama”, quienes forman el arquetipo del Pierrot laforguiano. El uso del ánimo irónico servirá a Eliot para hacer confesar al sujeto urbano moderno escindido entre la libertad preconizada por los cambios históricos y esa “imprevisible lucha de todos contra todos, real o como pura sugestión”, como nos dice Musil[9].



En “Retrato de una dama” existen dos voces, la de una mujer de edad cuyos diálogos aparecen entrecortados con el monólogo de un hombre; la primera es la voz externa, optimista de la humanidad y de su propia vida; la segunda una conversación interna, negativa, oculta tras una falsa sonrisa, pesimista y apagada por la imposibilidad y el cuestionamiento. Este personaje masculino atraviesa el mismo registro de Prufrock, soterrado a su propia represión y postergación, al desgarrador grito interno que lo acosa en un disimulado comentario “debería yo haber sido un par de ásperas garras corriendo por los fondos de mares silenciosos”. El hablante masculino de “Retrato…” mantiene el temple de indecisión entre la posibilidad de las palabras y el alcance del pensamiento, impotencia creadora también presente en Baudelaire, que será el problema que perseguirá a Eliot hasta los "Cuatro Cuartetos", veamos:

Porque uno ha aprendido sólo a prevalecer sobre las palabras
Para aquello que uno ya no tiene que decir, o el modo
Como uno ya no está dispuesto a decirlo.


Esta relación conflictiva con el lenguaje es también la experimentada por el Pierrot, de hecho si observamos las caracterizaciones de la poética de Laforgue podemos distinguir las aplicaciones hechas por el mismo Eliot; primero, la metapoesía articulada por el francés confiere una conciencia extrema de lo escrito a la vez que intenta en el mismo plano el “sabotaje sistemático de los temas y recursos tradicionales, por un uso y subversión calculada de las gracias que se esperan de la poesía”[10]; segundo, y siguiendo la descripción de Andrés Claro, la multiplicación y fragmentación del yo lírico permite la ampliación del campo expresivo, a la vez que se completa por la inclusión de registros temáticos variados, de lenguaje coloquial y lugares comunes, y la disonancia rítmica y métrica; y en tercer lugar, la definida por el mismo Laforgue acerca de la elaboración del verso: “el ideal es el verso quebrado mil veces, burbujeante de intervalos inesperados, engañando al ojo, golpeándolo, irritándolo”. Fragmentación que irá de la mano con la concepción de Eliot del desplazamiento del tiempo en la conciencia adoptado de la filosofía de Henri Bergson.



Pero más allá de la misma imposibilidad frente al lenguaje, Eliot sienta al personaje de “Retrato…” de cara a la situación de la muerte; el pasivo y calculador hablante se desase en la incapacidad de enfrentar lo inefable e irreversible, desapareciendo en una seguidilla de impulsos y vacilaciones que llevan al poema a un final abismante, a una caída agonizante, angustiante e irónica:

¡Bueno! ¿Y si ella muriera una tarde
Tarde gris y hermosa, anochecer amarillo y rosa:
Si se muriera y me dejara plantado pluma en mano
Con el humo bajando desde los tejados;
Dudoso, durante un rato
Sin saber qué sentir ni si lo entiendo
Ni si soy juicioso o tonto, retrasado o prematuro…
No saldría ella ganando, después de todo?
Esta música tiene su éxito en una “caída agonizante”
Ahora que hablamos de morir—
¿Y tendría yo derecho a sonreír?







IV



El destacado séquito de alumnos de Henri Bergson es sin duda la envidia de todo docente; entre ellos se cuentan personalidades tan notables como las de Marcel Proust, Jacques Maritain, Antonio Machado, Charles Peguy, y por supuesto T.S. Eliot. Este ingresa en 1910 al Collage de France como Master of Philosophy, donde recibirá la fuerte influencia de la teoría de la duración de Bergson que será de gran importancia para entender la poética simultaneista y las mismas consideraciones del tiempo tratadas a lo largo de su obra.



En resumidas cuentas la filosofía de Bergson analiza comparadamente la visión física del tiempo y la de nuestra percepción psicológica. El primero es en sí una abstracción matemática, un continuo de instantes estáticos, indiferentes y completamente extraños entre sí. Sin embargo, nuestra conciencia tiene la capacidad de remontarse a través del recuerdo y la proyección a una serie de tiempos cualitativamente distintos, quebrando la irreversibilidad del tiempo lineal y su espacialización en el plano del acontecimiento y su análisis. Por lo tanto, en la realidad se contraponen dos formas de tiempo, el que se presenta como una sumatoria de momentos singulares y el de la duración, que se define como una yuxtaposición de muchos eventos –situaciones sensitivas- asociadas distintamente.



En la conciencia, por lo tanto, participan el pasado, el presenta y el futuro, abril, la memoria y el deseo, y a través de esta yuxtaposición (sumada al influjo del verso laforguiano) Eliot logra realizar un montaje de sucesos y sensaciones intercaladas, que remiten unas a otras a variadas vivencias o referencias literarias.



De manera magistral Eliot alude a la filosofía de Bergson en menos de cinco versos que tomaré para ejemplificar esta vasta influencia en su poética. Remitámonos a Retrato de una Dama nuevamente:

-Tomemos el aire, en un éxtasis de tabaco
admiremos los monumentos,
comentemos los acontecimientos más recientes,
pongamos en hora nuestros relojes con los relojes públicos.
Luego sentémonos media hora a tomar nuestras cervezas.



Si nos damos cuenta desde el segundo verso el hablante invita a la admiración del pasado, a una estructura espacial que contiene un cierto valor histórico; luego aparece la contingencia, el presente inmediato contenido en los medios de comunicación; al mismo tiempo pide una sincronización del reloj, elemento fundamental de las matemáticas y la ciencias para la medición del tiempo como abstracción; además el tabaco y la cerveza del primero y último verso están en la estricta relación que estos poseen como elemento de sociabilidad en donde se extiende la conversación y la memoria. Estos cinco versos están empujados por una invitación hacia el futuro, hacia la posibilidad de su concreción, a la vez que por los versos anteriores están determinados por un ritmo biológico que es el sordo tan-tan que martillea el cerebro del personaje mientras comparte con la dama los Preludios de Chopin.



En este simple ejemplo vemos la aplicación conceptual de la teoría del tiempo en Bergson, y que a lo largo de la versificación se implanta en la técnica del simultaneismo y collage que será definitiva en la Tierra Baldía. Pero agreguemos algo igualmente significativo antes de cerrar esta reflexión. Bergson decía que la yuxtaposición y el desplazamiento de la conciencia funcionaba en una armonía musical, como una gran sinfonía en donde distintos movimientos se repetían o proyectaban en singular cadencia. Así tal vez podemos entender por qué Eliot titula gran parte de los poemas de esta plaquette en una correspondencia musical: Canción, Preludio, Rapsodia. Una gran océano en constante devenir, una composición de la mente humana.





V



En una ocasión a T.S. Eliot le tocó revisar una crítica echa por un joven al mismo trabajo que aquí hemos puesto en análisis. La sorpresa no fue menor, pues sintió que por un lado el acierto y la especulación completaban el sentido de su obra; un trabajo de lector y de lecturas, no una violencia científica sobre el texto ni un puro juicio subjetivo. Como bien nos dice “el crítico a quien más agradezco es el capaz de hacerme mirar algo que no había mirado nunca o mirado con los ojos velados del prejuicio, de ponerme frente a eso y dejarme sólo”[11]. No debemos por otro lado pretender que toda crítica sea un comentario definitivo, sino sólo una guía probable en la inmensidad que significa una obra de arte.



Así en este trabajo de hipervínculos con el pasado constitutivo de la obra y su Hoy categórico, dejo a sabiendas una serie de influencias y reflexiones por abordar, como la de Tristán Corbiere, Charles Maurras, Francis Bradley, entre otros, que fueron igualmente significativas en el proceso creador del joven Eliot. Este trabajo de exégesis de lecturas y aplicaciones dentro de su obra no desmerecen el trabajo de un hombre en la odisea de la nombradía de su época. Autor y obra susurran el abismo de un tiempo.



Como a los que lo acompañaron en sus caminatas urbanas, Eliot por su gran influjo de tradición, don y conciencia poética forma parte de nuestro imaginario de lo clásico contemporáneo. Su diálogo al fondo de la historia y de lo esencial humano lo constituyen como un hito en el interminable libro del arte, ese diálogo siempre inconcluso donde se hablan vivos y muertos para anclar en un presente fugaz, o al decir de Harold Bloom “los poetas fuertes siguen regresando del reino de los muertos, y sólo mediante la casi voluntaria mediumnidad de otros poetas fuertes”[12].












Notas:

[1] “La última edad del vaticinio de Cumas es ya llegada; por la suceción de siglos nace de nuevo. Vuelve también la Virgen, vuelve el reinado de saturno; una nueva descendencia baja ya de lo alto”, pasaje en celebración del pronto nacimiento del hijo del cónsul Polión, que durante la Edad Media fue interpretado como una alusión a la Parusía. Virgilio, Bucólicas y Georgicas, Gredos, Madrid, 1992. Pág. 187-188.
[2] Bordieu, Pierre Las reglas del arte; Editorial Anagrama, Barcelona, 1996. Pág.
[3] Robert Jauss, Hans Las transformaciones de lo moderno; Editorial Visor, Madrid, 1995. Pág. 154.
[4] “Amigos no caven en vuestras queridas ensoñaciones/ no hurguen el piso de vuestras planicies florecidas;/ y, cuando se ofrezca a vuestros ojos, un océano que duerme/ naden en la superficie o jueguen en la orilla…/ ¡porque el pensamiento es sombrío! Una pendiente insensible/ va del mundo real a la esfera invisible”.
[5] Cuneo, Bruno “Un montón de imágenes quebradas (Melancolía radical y estética del fracaso en La Tierra Baldía, de T.S. Eliot)” Revista Vertebra de la Universidad de Chile, n°9, mayo de 2004. Pág. 15.
[6] “Pero yo volví la espalda al cortejo infernal”
[7] Por ejemplo:
En el cuarto las mujeres van y vienen/ Hablando de Miguel Angel, es una parodia a los versos: En el cuarto las mujeres van y vienen/ hablando de la escuela sienesa.

La vida ¡qué cauchemar!
¡Qué pesadilla!, título de un poema de Laforgue de “Variaciones sobre la muerte”.

El título Preludios que no sólo son los de Chopin, aparecidos en Retrato de una Dama, sino que también es un poema autobiográfico de Laforgue que comienza con el mismo verso “El anochecer de invierno se asienta”

“Observa la luna,/La lune ne garde aucune rancune” de Rapsodia de una noche de viento proviene de los versos “-Là, voyons, mam'zell' la Lune,/Ne gardons pas ainsi rancune;” del poema Complainte de cette bonne Lune.
[8] Octavio Paz Los hijos del Limo, Tercera Edición; Editorial Seix Barral, Barcelona, 1990. Pág. 72.
[9] Musil, Robert Ensayos y conferencias, “Reflexión de un lento”; Editorial Visor, Madrid, 1992. Pág. 415.
[10] Claro, Andrés “Ironía y melancolía: un ‘Pierrot’ de Jules Laforgue”, Revista Vertebra de la Universidad de Chile, n°9, mayo de 2004. Pág. 31.
[11] Eliot, T.S Sobre poesía y poetas, Trad. Marcelo Cohen; Icaria Editorial, Barcelona, 1992. Pág 126.
[12] Bloom, Harold La angustia de las influencias, Trad. Fco. Rivera; Monte Ávila Editores. Caracas. 1991. Pág. 16.